IMG_5352Las propuestas de la Nueva Gestión Pública (NGP), que se promovieron como medidas modernizadoras en las administraciones a partir de los años ochenta, incidían en la idea de tratar a los ciudadanos como clientes que consumen servicios.

Esta consideración olvidaba que la administración no es una empresa sino un brazo ejecutor de las políticas democráticas que tratan de resolver nuestros retos colectivos y problemas mediante el diálogo, el debate y el consenso; y que, aunque oferta y gestiona servicios como lo hacen las empresas, no los planifica y gestiona para clientes individuales sino para el conjunto de la sociedad.

Esta errónea manera de entender el rol de la ciudadanía ha generado un modelo de relación en el que la administración es la parte activa a la hora de satisfacer las necesidades sociales, mientras que la sociedad juega un rol pasivo. Por su parte, al personal de las administraciones se le asigna un papel de empleado que se debe a su “empresa” que ofrece servicios a los clientes que lo demandan, en lugar de encomendarle la misión de mediar e interactuar con la sociedad.

Como consecuencia de lo anterior, se ha fomentado una ciudadanía poco comprometida con lo público y permanentemente insatisfecha, puesto que sólo se le ha enseñado a demandar y a no responsabilizarse con el presente y futuro de los asuntos colectivos, sino a delegarlos en las instituciones públicas o, en su caso, en determinadas organizaciones sociales. Además, esta concepción clientelar de los servicios públicos, en muchas ocasiones, ha estado basada en intereses electorales.

Este patrón de dependencia que se ha generado puede provocar serios obstáculos para abordar los cambios y reformas que las administraciones puedan adoptar a corto y medio plazo para poder seguir manteniendo los servicios propios de un estado del bienestar.

Vivimos momentos de importantes demandas sociales en un contexto de reducción de los recursos públicos, donde los intereses colectivos están muy necesitados de priorizar necesidades. Sin embargo, las próximas propuestas electorales es muy probable que sigan generando nuevas expectativas de crecimiento de los servicios públicos, que va a ser muy difícil, si no imposible, que a corto plazo puedan llevarse a cabo por la escasez de recursos públicos.

Los nuevos equipos de gobierno autonómicos y locales van a necesitar llegar a acuerdos y consensos políticos y sociales para el mantenimiento de los servicios públicos y además, van a tener que plantearse un cambio en profundidad en la consideración que hagan de la ciudadanía, así como en sus actitudes y modos de relación. Así pues, la gobernanza de los servicios públicos va a exigir acabar con la idea del ciudadano/a como cliente o usuario de los servicios públicos y sustituirla por otra que le considere como sujeto con derechos y deberes.

Este importante cambio de consideración respecto al papel de la ciudadanía no se podrá aplicar sin convenir que su rol va más allá del consumo de servicios y sin promover la participación pública.

IMG_8689La nueva noción de ciudadanía que debe presidir las relaciones entre la sociedad y las administraciones debe llevar a los políticos, gestores y al personal que trabaja en los diferentes servicios públicos a considerar a la ciudadanía como sujeto social activo que debe influir y construir sociedad, participando en las decisiones que le afectan y/o que le importan,  y a apostar por un modelo de orden social dependiente de la responsabilidad ciudadana.

Desde esa premisa, tienen que entender que si el objetivo de los servicios públicos es la mejora del bienestar de las personas que los utilizan, deben practicar el diálogo e interactuar con ellas para hacerlas partícipes de los procesos de adopción de sus decisiones y su gestión posterior, con el fin de hacerlas viables y de promover la innovación de los mismos.

Pero el reto es cómo conseguir que la ciudadanía se implique y participe de una manera más activa en el diseño y planificación de las políticas públicas y en el mantenimiento y la mejora de los correspondientes servicios públicos que de ellas se deriven.

Para ello, al menos, hay dos objetivos que se deberían plantear los nuevos responsables políticos y técnicos: mejorar la educación social para conseguir una ciudadanía más activa y comprometida con el Bien Común y generar confianza en el valor de la participación pública.

Necesitamos una educación social que con un enfoque más integral que en la actualidad, que desarrolle y fomente una ciudadanía más democrática y participativa, que promueva valores relacionados con la paz, la negociación, el diálogo, la intervención en los asuntos colectivos, la defensa de los derechos y deberes relacionados con la justicia social; que sea paritaria e intercultural; que integre los valores y actitudes ambientales y que incida en la necesidad de nuevos modos de producción y de consumo para hacer viable nuestro desarrollo con la conservación y mejora de nuestros ecosistemas.

Con educación social a favor de una ciudadanía más activa se puede conseguir mejorar las capacidades y habilidades básicas que las personas necesitamos para poder participar; entender lo que es el bien común y el interés general; adquirir la información necesaria sobre los temas que nos conciernen a todos; perder el miedo a expresar en público nuestras opiniones; mejorar la motivación para participar, es decir, que las personas nos sintamos vinculados a la comunidad y a lo público; que estemos más conectados y que entendamos que los espacios de participación y movilización ciudadana son el lugar en los que hay que estar.

IMG_2035Este reto educativo no sólo incumbe a las administraciones y al sistema educativo formal -Centros Escolares y Universidades a los que tenemos una tendencia de delegar continuamente responsabilidades que, por su complejidad, les superan-, sino también a las organizaciones políticas económicas y sociales. La población infantil y juvenil necesita referentes claros por lo que debe percibir claramente que la sociedad se implica en un cambio de actitudes respecto al compromiso de todos con los asuntos colectivos.

A este respecto conviene recordar que existen muchos niveles de compromiso ciudadano: el buen cumplimiento de las normas, la participación en acciones de voluntariado, la intervención en los procesos de adopción de decisiones públicas -que afecten a la educación, a la salud, a la lucha contra las desigualdades, la pobreza y la inclusión social, a la movilidad, la defensa del medio ambiente, etc.-, la participación política, sindical, etc.

El incremento de la presencia e influencia de la sociedad en el espacio público acarreará, sin lugar a dudas, importantes beneficios desde el punto de vista de la gobernanza: fomentará la deliberación pública, la creación de más y mejores consensos, alianzas y colaboraciones, a la vez que mejorará la información y la transparencia de la gestión pública.

Respecto al segundo objetivo relacionado con la generación de confianza en los procesos participativos y en sus beneficios posteriores, conviene decir que se trata de un proceso lento y delicado, que debe trabajarse y mimarse sobre bases como la información, la transparencia, el respeto a los tiempos ciudadanos e institucionales, el compromiso con la aplicación de criterios de calidad democrática en las experiencias participativas y sus objetivos, y el seguimiento y la evaluación compartida de sus resultados.

Para ello, las administraciones públicas, además de intentar gestionar los procesos de participación ciudadana con criterios de calidad democrática, tienen que poner sobre la mesa los temas que realmente tengan interés para la ciudadanía en los que no existan suficientes consensos políticos y sociales, en lugar de rehuirlos como, hasta ahora, ha venido siendo habitual. De lo contrario, se entenderá que la Administración no desea abordar los temas que preocupan a la ciudadanía y que utiliza la participación ciudadana como simple “fachada” democrática y lavado de imagen.

Con la participación ciudadana hay que conseguir que la ciudadanía entienda que es posible ser miembro activo de su sociedad; comprometerse con su funcionamiento y sentirse protagonista de la consolidación y desarrollo del Estado de Bienestar, así como entender que las decisiones públicas, aunque no se tomen pensando en las individualidades, tienen que ser respetadas y aplicadas para garantizar los intereses de la colectividad.

Desde este punto de vista, el mayor reto de las políticas públicas en estos momentos no se sitúa tanto en el plano de su solvencia técnica sino, sobre todo, en su calidad democrática.

Estamos, por lo tanto, hablando de la necesidad de establecer una nueva relación entre gobernantes y gobernados; de una nueva manera de abordar los asuntos colectivos y de una nueva manera de ejercer la política y las responsabilidades en el ámbito público.

 

LT133 Javier Asín Semberoiz